El Carnaval se empieza de puertas adentro, el día que tu madre te viste de payaso, de leoncito (que va más ‘abrigaito’) o de viejecito en tu primera cabalgata. Siendo niño ya juegas al disfraz con una gorra vieja de tu padre y unas gafas de sol.
Pero también prestas atención a cómo los comparsistas ponen su manita en el pecho en el trío del pasodoble.
Es, a partes iguales, imitación y vocación. La necesidad de expresar algo cantado a compás de caja y bombo pero a la vez y sin saber porqué, es algo innato, que se escapa casi sin esperarlo del corazón.
El Carnaval tiene las puertas muy grandes. Se llega a él por caminos muy diferentes: amor, amistad, inquietudes musicales…y una larga lista.
En mi caso llegó de la que creo que es la forma más sencilla, bonita y verdadera.
A través de mi familia.